domingo, 4 de octubre de 2009

ACERCA DE LA COMUNICACION

"Kardan cayó enfermo. Su tío le dijo:
¿Qué deseas comer?
La cabeza de dos corderos.
No hay.
Entonces, las dos cabezas de un cordero.
No hay.
Entonces no quiero nada"
Ibn Abd Rabbih, Kitabal idq el farid, tomo III.

Marco un número de teléfono y escucho; da ocupado. Espero con el auricular en la oreja; continúo escuchando el tono de ocupado. No tengo ganas de cortar; no se me canta el orto. No voy a cortar y me voy a quedar así porque soy guapo y me la banco. ¿Cuánto tiempo sería capaz de aguantar?
¿Qué pasaría si de veras me volviese loco y se me ocurriese permanecer así, tercamente, sin colgar y esperando? ¿Esperando qué? No importa; esperando nada, simplemente esperando; o mejor aún, esperando algo imposible. Esperando que me contesten del otro lado. ¿Cuánto tiempo debería transcurrir para que algo casi imposible suceda? ¿Existe alguna probabilidad de que eso ocurra? ¿Y esa probabilidad de cuánto es? ¿Una en cien mil trillones? ¿Debería esperar doce mil siglos tal vez? ¿Un día en la vida de Brahma? Mientras tanto, yo me quedo esperando una respuesta con el tubo en la oreja, una improbable respuesta. Una remota y secreta respuesta. Y no le cuento a nadie mi determinación. Que vengan y me llamen a comer y yo mudo y esperando. Que me pregunten qué carajos hago ahí sentado como un imbécil con el tubo en la oreja hace ya más de tres horas y nada, yo duro como un sorete de queso, esperando. Que adivinen; para eso son mis parientes o amigos. Que intuyan, que sepan por revelación divina lo que se me ocurrió. Que averigüen telepáticamente a dónde llamé. Que salgan corriendo y le avisen al destinatario que corte, que estoy esperando una respuesta importantísima y secreta de alguien. De todos modos, incluso en el supuesto caso de que esta posibilidad remota ocurriese, nos daríamos cuenta que aún no hemos logrado nada. Si el destinatario cortara del otro lado de la línea, no se produciría ninguna comunicación hasta que yo no hiciera lo mismo en mi teléfono para luego volver a discar; y ya dije que no pienso hacerlo. Que entonces vayan corriendo ahora a la compañía de teléfonos y que a través de ruegos, amenazas o sobornos logren que, mediante algún artilugio técnico en la central, yo me comunique con alguien pese a no haber colgado el auricular. Y eso no es nada. Yo no quiero comunicarme con cualquier persona; quiero que me llame Natalia Oreiro en tanga; que me informe que el Papa está esperando en el Vaticano para casarnos, que sacó del ropero el santo sudario y me lo puso de alfombra. Que la NASA hará llover pétalos de rosa mientras Mick Jagger nos canta el ave maría en latín y Luisana Lopilato baila en bolas. Y que a la fiesta va a venir el Diego y Cóppola con el jarrón.

¿Habrá alguien capaz de intuir mi disparatada volundad? ¿Existe o habrá existido una persona en la historia del mundo, una sola siquiera, que fuera capaz de adivinar todo eso con sólo mirarme a los ojos? Y suponiendo que exista, ¿Estaría dispuesta a invertir días o incluso años o por qué no, toda su vida y todo su dinero también, para tratar de satisfacer mi resolución secreta? De mientras, yo continúo obstinadamente inmóvil, esperando en forma absurda una respuesta con probabilidades astronómicamente desmesuradas en mi contra. Y los seres humanos en general, es decir todos nosotros, ¿no somos en mayor o menor medida ese ser absurdo y patético, con caprichos ridículos similares? Tanto yo como vos que ahora me estás leyendo, como el Papa y Natalia Oreiro, ¿no somos realmente así? Seres hambrientos de imposible, con sueños ridículos y esperanzas truncas, esperando con un auricular en la oreja del cual sabemos que no saldrá jamás ningún otro mensaje que el perpetuo tono de ocupado. Y así y todo seguimos esperando. Esperamos que venga alguien y descubra mágicamente el propósito al cual nos hemos abocado en forma irremediable; que venga y nos ayude a cumplir la disparatada quimera, que nos ayude a llenar ese abismo metafísico, que nos ayude a gritar ese delirio sin nombre.

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