down to babylon town
going to scare you now
i'm going to move and move
and skip my hip
and make a little girl split
when they think of the big bald man"
Luca Prodan, Yo Quiero a mi Bandera.
Hay cinco cosas que un idiota como yo desea hacer cuando pasea por europa: sacarse una foto haciendo como si sostuviera la torre inclinada de Pisa, bailar en forma ridícula sobre el puente de Avignon, escupir desde arriba de la torre Eiffel, cruzar Abbey Road por la senda peatonal, y pedirle a un rati si no sería tan amable de encenderle un porro.
Esto último fue lo primero que hice cuando llegué a Amsterdam un mediodía, proveniente de París. Me acerqué a una pareja de yutas que recorrían los alrededores de la estación de tren, saqué del bolsillo de mi campera un porro del tamaño del habano de Fidel Castro y les dije sonriendo: "Zou u mij alstublieft brand?" Luego me senté en el banco de una plazoleta al sol, a disfrutar el cigarro mientras esperaba a mis anfitriones. Ya había cumplido los cinco objetivos para los cuales había nacido, así que pensé: "Soy un vivo bárbaro", y me puse a mirar las minas que pasaban.
Casi inmediatamente aparecieron Andreas y Renee, los sobrinos de Adrienne. Andreas era un flaco alto, rubio, con toda la cara llena de acné; tendría aproximadamente veinte años. Renee era una gorda feísima y muy simpática, tal vez un par de años mayor que su hermano, y que no paraba de hablar un solo instante. La reunión era a las tres, me informó mientras íbamos al estacionamiento a buscar el auto. Yo estaría presente como soporte informático de la ONG, e incluso en caso que Adrienne no pudiese asistir -y esto era lo más probable, afirmaba la gorda- la pauta publicitaría la decidiría yo. Los sponsors que iban a colaborar en la Organización eran cinco: un matrimonio inglés, un artista plástico holandés y dos empresarios franceses. Tendría que tener mucho cuidado con Tom Rijven, el artista plástico, porque el tipo estaba totalmente loco, y que patatín y patatán, continuaba informando Renee en un verdadero ataque de diarrea verbal. Hacía ya más de diez minutos que la gorda hablaba sin parar mientras manejaba alocadamente quién sabe con qué rumbos. No sé en qué momento dejé de prestarle atención a lo que decía, y me dediqué a mirar por la ventanilla distraídamente los suburbios de Amsterdam. Andreas, que hasta ese momento había permanecido callado, le dijo algo en holandés a su hermana. Esta dejó de hablar en inglés y le respondió también en holandés algo que no entendí. Luego dirigió la vista hacia mi mano, en la cual todavía conservaba el porro que se me había apagado, y me preguntó, ahora nuevamente en inglés, si prefería almorzar en un restaurant, o comprar en cambio algo rápido para comer en el coche y visitar el Hemp Museum (Museo de la Marihuana). No teníamos tiempo para las dos cosas. Existe en física cuántica una constante llamada el Tiempo de Plank, que representa la mínima fracción de tiempo posible en el universo, en cuyo instante siquiera es perceptible el avance de un fotón en el espacio o el giro de un electrón en su órbita. Si hubiera estado en el coche con nosotros un científico con un cronómetro, habría comprobado asombrado que entre la pregunta de Renee y mi respuesta había sido superado ampliamente el Tiempo de Plank. Ambos hermanos rieron alegres, la gorda pegó un volantazo así como venía, y nos dirigimos a la meca de los fumancheros.
Habremos estado un par de horas recorriendo el museo, luego de lo cual, ambos hermanos me dejaron en la puerta de la casa de una tal Katja, en donde se realizaría la reunión para la cual había yo viajado a Holanda. Me dijeron que ellos no iban a estar presentes en la reunión, pero que, concluida la misma a eso de las seis, nos íbamos a reencontrar en la fiesta que daría Katja cerca de allí, en casa de una pariente. A algunos de los asistentes yo ya los conocía de otros encuentros. Todo se desarrolló más o menos como era habitual: aburrido. Yo dije que sí a todo, un poco porque la reunión me chupaba un güebo y me quería ir pronto a la festichola, y otro poco porque entendía la mitad de lo que hablaban.
A las seis en punto, aparecieron Andreas y Renee. Yo y Katja nos fuimos con ellos. El resto se repartió en distintos autos. Llegamos al palacete de una vieja oligarca del orto, en las afueras de Amsterdam. Lo primero que hice fue ponerme a fumanchar en el parque con Renee y Andreas un fasito rico que habían traído ellos y que me dejó del marulo. Después me puse a tomar champagne como si me fuera la vida en ello. El cóctel, recepción o lo que fuese transcurrió sin mayores sobresaltos. A eso de las nueve se dio por finalizada y un grupo entre los que se hallaban Renee y Andreas comenzaron a subir a los autos. Andreas me pidió que los acompañe, ya que me iban a llevar a lo que sería mi morada hasta el día siguiente, en que partiría nuevamente hacia París. Me avisó que por el camino haríamos un alto para ver la casa que acababa de construir una pareja amiga que iba en el auto de adelante. Respiré aliviado, ya que me venía cagando desde el momento en que me subí al coche. En el cóctel había morfado hasta que se me rajó el culo. Ahora se manifestaban las consecuencias. Un sudor frío me recorría el cuerpo y ya dudaba de llegar limpio al baño. Cuando nos detuvimos en Nieuwer Ter Aa, a mitad de camino entre Amsterdam y Utrech ví bajar a los tortolitos del auto. Yo había estado charlando con ambos en la fiesta. Se trataba de una chabona verdaderamente hermosa, hija de no se qué funcionario importante de la política local, y su prometido, un gordito con cara de nabo. En poco tiempo se casarían y se irían a vivir allí. Calculaban un més aproximadamente, el tiempo necesario para terminar los últimos detalles de la exclusiva decoración.
La comitiva que visitaría la casa la componíamos un grupo de diez o doce personas más o menos. Ni bien entramos, fueron conformándose dos o tres grupos que comenzaron a recorrer, cada uno por su lado, los más de quince ambientes exclamando "Ah!", "Oh!" por doquier. Los detalles de pintura y decoración eran realmente impecables, pero yo me estaba cagando en serio. Me hice el dolobu y me fui apartando de todos, hasta que encontré uno de los tantos baños en suite. Del lado de adentro, se hallaba colocado en la cerradura un juego con dos llaves. Cerré y me dispuse a sentarme en el inodoro, cuando comprobé horrorizado que no sólo estaba cortada el agua, sino que los artefactos sanitarios estaban apoyados en el suelo, esperando una próxima colocación. Miré dentro del aparador de las tohallas; entre cintas adhesivas de papel, pinceles y pomos con coloración, encontré algunos diarios viejos que seguramente los pintores usaban para evitar las salpicaduras. Forré con ellos el fondo del inodoro y casi instantáneamente garqué encima dos kilos de mierda. Abrí la ventana, que daba sobre un ala del parque, y a unos diez metros vi una ligustrina y más allá la calle vacía. Puse una hoja de diario encima del garco y me dispuse a arrojarlo afuera; si traspasaba la ligustrina, mejor. No iba a salir del baño con un sorete envuelto. ¿Qué hubiera respondido si alguien me preguntaba qué llevaba allí? Apunté bien, tomé carrera y lo arrojé lo más fuerte que pude. En ese momento se produjo una catástrofe bíblica. No había notado que la ventana tenía un mosquitero. La caca me había salpicado la cara, el pelo, la ropa, las paredes e incluso el techo. Me quedé parado unos minutos contemplando incrédulo lo que acababa de suceder. Por unos instantes me sentí el Jackson Pollock de la escatología universal. No tenía sentido intentar limpiar algo; no tenía arreglo posible. El baño había que derrumbarlo y volverlo a construir. Me limpié la cara y la ropa como pude, me aseguré que en el dormitorio no hubiera nadie, salí entonces del baño y lo cerré con llave; las llaves las revoleé bien lejos en el parque, colina abajo. Al día siguiente regresé a París y no volví a ver nunca más a los hermanos Andreas y Renee. Mucho menos a los tortolitos que iban a casarse y a vivir en aquella casa que había sido tan paqueta hasta que llegué yo.
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