jueves, 26 de noviembre de 2009

COMO CONOCI A LOS PATANE

Allá por el año 2002 inicié un largo viaje por la Patagonia. Durante un poco más de dos años me dejé llevar por la vida como zapallo en carro. Conocí pueblitos remotos y surrealistas, tales como El Mayoco, Sauzal Bonito, Koluel Kaike, Aguada Cecilio, Los Menucos, Mina Gonzalito, etc. Cuando se me acababa el dinero realizaba los trabajos más absurdos y disparatados; al menos yo, un universitario preparado y con pretensiones intelectuales, así los consideraba.
En Santa Cruz tuve que descargar yo solo un camión con veinticinco toneladas de azúcar; tardé nueve días. Durante dos semanas recorrí la Línea Sur que atraviesa toda la provincia de Río Negro, desde el mar hasta la cordillera, en un tráiler con un grupo de cumbia. Yo tocaba el rayador; ni siquiera tenía un güiro, era un simple rayador cilíndrico de queso, accionado por un tenedor, al que le colocaba un micrófono en el hueco sujeto con una cinta aisladora. Fui también casero, en el barrio Lavalle de Viedma. La familia, integrada por un matrimonio mayor y su hijo debía viajar a Neuquén porque el padre necesitaba una operación urgente. Además de cuidar la casa, yo tenía que alimentar diariamente a seis canarios y cuatro perros. La intervención quirúrgica se complicó, y el regreso, que en un primer momento estaba programado para quince días, se demoró cuatro meses. Llegó un momento en que consideré la posibilidad de comer alpiste, ya que era lo único que me quedaba comestible en la casa. Fui hasta los fondos, en donde había un enorme galpón, rompi el candado, y entre maquinaria agrícola en desuso, telas de araña y trastos viejos, encontré varias bolsas con harina de maíz de quién sabe qué dinastía; supuse que serían para alimentar antiguas aves de corral. Considerando la apariencia de las bolsas, no me hubiera extrañado que las hubiese utilizado la vieja villarino para alimentar pterodáctilos allá por el jurásico superior. A partir de esa tarde, cocinaba una enorme cacerola de polenta que me duraba dos o tres días; me daba fiaca tener que cocinar a diario. Los mediodías me sentaba en el pasto, a comer al sol, con la cacerola y un cucharón, y arrojaba de tanto en tanto algunas porciones a los perros, que compartían felices el almuerzo conmigo. Contrariamente a lo que uno puede suponer, yo también era muy feliz en aquella época. Me daba mucha risa mi situación. Me imaginaba qué estarían haciendo mis compañeros de trabajo en el centro de cómputos y llegaba a llorar de la risa. Tal vez fuera que me estuviese volviendo loco, aunque no lo creo realmente. Habían pasado casi cuatro meses de la partida de la familia; y yo hacía casi dos que almorzaba y cenaba polenta con un vaso de agua. Cuando iba al baño, garcaba unos soretitos amarillos muy simpáticos que parecían panecillos de maíz. Decidí pues no pasar más hambre y me fui a la ciudad a tirar curriculums por los negocios; también crucé a Carmen de Patagones y dejé allí algunos más. Inmediatamente me llamaron de un Instituto de Computación para que me presente al otro día a eso de las nueve de la mañana, listo para trabajar. Mi primer día de laburo me quedé dormido y llegué a eso de las tres de la tarde. Pese a ello, el dueño no parecía enojado; incluso me invitó a cenar esa misma noche en casa de su hermano. Calculo que habría notado mi cara de muerto de hambre.
(Continuará....)

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