sábado, 22 de mayo de 2010

ACERCA DE CÓMO SE DISFRAZÓ UN DÍA EL CHALERO SOLITARIO

Por aquel entonces yo vivía en la patagonia y me habían invitado a una fiesta de disfraces. Se trataba de un exclusivo pub, en Carmen de Patagones, que organizaba una fiesta privada. Con el Piri habíamos ligado de puro pedo dos entradas, a través del ruso Patané.
Durante toda la semana yo había tenido mucho laburo en el Instituto de computación en donde trabajaba, por lo cual me olvidé completamente del asunto; hasta que el sábado a la noche, sobre la hora de la fiesta, lo ví al Piri que venía caminando por la calle principal, con sus ciento veinte kilos a cuesta, disfrazado bochornosamente de pirata. 

Era un espectáculo realmente patético verlo al Piri rebajarse de esa forma sólo para ir a un lugar donde habría seguramente un montón de minitas, mercusa, champán, fasito y rock & roll. Pensé mejor el asunto y vi que se trataba de una excelente idea. La única cagada era que yo no tenía un puto disfraz ni plata para alquilarlo. Además eran cerca de la una de la mañana y la festichola estaba a punto de comenzar. 

Yo tenía la llave del instituto en el que laburaba, asi que entré y me dirigí por la puerta del fondo hacia la vivienda del dueño, que quedaba en la parte de atrás del local. El Pichu estaba durmiendo como una marmota, asi que no me costó gran trabajo destornillarle la tabla del inodoro y afanarle del otro cuarto una sábana blanca. Pegué la sábana con poxirán alrededor del borde exterior de la tabla, de forma tal que quedó una suerte de cortina-cilindro vertical con la tabla del inodoro en la parte superior. Yo me ubiqué en el centro del cilindro; la tabla poseía su tapa correspondiente, la cual yo levantaba de vez en cuando, como en un tanque de guerra, para asomar simpáticamente mi caripela y saludar festivo a los transeuntes, cual sorete amigable. 

Las cinco cuadras que tuve que caminar rumbo al boliche fueron realmente conmovedoras. Los automovilistas paraban para saludarme, los traxistas ociosos habían organizado una suerte de caravana improvisada, que al son de bocinazos y hurras acompañaron mi escatológico vía crucis. Los de la estación de servicio se meaban de la risa, igual que los de la heladería y los del kiosco. 

El pueblo de Carmen de Patagones, cada fiesta patria, vio desfilar solemnemente durante décadas, por la calle Comodoro Rivadavia, a la vieja Villarino montada a caballo, a representantes de los pueblo originarios, a las comunidades rusas, galesas e italianas; lo que jamás habían visto era un pirata de ciento veinte kilos, seguido de un inodoro, caminando juntos por la avenida principal. 

Al llegar al pub, fuimos recibidos por una ovación de mucamitas, enfermeras, dráculas, diablitas y bátmanes de dudosa sexualidad. La fiesta pintaba descontrol y así fue. Fuimos los invitados de honor en cada una de las mesas, que pugnaban por convidarnos rayas, secas y ambrósicos champuses; todo el mundo quería sacarse fotos junto al cavernícola peludo que asomaba su cabezota a través de la tapa de un inodoro gigante. Chetitas con impecables disfracesitos de docientos pesos posaban abrazadas a mí alegremente, sin sospechar siquiera que yo no había limpiado la fucking tabla, aunque sea con un trapo o un papel. 

Promediando la fiesta, se paró la musica y eligieron el mejor disfraz. Gané lejos; una multitud unánime coreaba “i-no-doro, i-no-doro!”subí a la barra para recibir el premio, dos champuses dom pérignon, y aclararles que no me había disfrazado de inodoro, sino que de sorete. El inodoro era lo que me rodeaba, mi casita; el que asomaba tras la tapa, era un sorete, en este caso representado por mí. Aclarada la cuestión, continuamos con el champú y el fasito y la mercusa-che-papusa y no recuerdo más. Amanecí, no me explico cómo, en la casa de una amiga que ni siquiera había ido a la fiesta.

Paralelamente a esta historia, se desarrollaba otra en la casa del dueño del instituto, Don Pichuco. El Pichu se había ido a dormir cerca de las diez de la noche. Primero se lavó los dientes, se hechó un garco, se pasó el infructuoso tónico para el pelo, y luego se fue a la cama como el topo yiyo, con bonete y todo. 

A eso de las dos o tres am, se levantó para hacer pis y comprobó incrédulo que faltaba la tabla del inodoro. El domingo a la mañana cuando se levantó, pensó que el robo de la tabla había sido tal vez un extraño sueño. No era así; la tabla aún faltaba. Quedaba descartada cualqluier hipótesis; quién ingresaría a la parte trasera de un instituto, con decenas de computadoras adelante, para afanarse una tabla sucia de inodoro. Y así con cualquier otra posible explicación; el pichu estaba con la mente en blanco, falto totalmente de teorías, como vaca mirando un tren. Se fue a pasear con sus hijas, y cuando regresó el domingo a la noche la tabla estaba puesta nuevamente, confundiendolo aún más. Se ve que en su ausencia, yo pasé por su casa, de resaca, y atornille como pude la tabla nuevamente. 

La primera noche a Pichuco lo había desvelado el afano de la tabla; la segunda noche lo desveló su aún más incomprensible reaparición. El lunes a la mañana, luego de darle clases a un grupo de pibes, me fui al baño a echarme un garco. Cuando, sentado en el inodoro, reclino mi torso 45º a fin de poder introducir en el hueco mi mano para proceder a limpiarme el culo, me desplazo con tabla y todo, como un surfista resbalando de una ola, y caigo con gran estrépito al suelo, arrancando a mi paso la cortina de baño con su correspondiente barra de aluminio. Quedé recostado en el piso de perfil, con los pantalones por los tobillos, con el orto a medio limpiar, y con un ataque de risa producto de lo ridículo de mi situación. Para empeorarla, se escuchaban los alarmados gritos de Pichuco al otro lado de la puerta: “Juan, ¿estás bien?... Juan, ¿estás bien?... Juan, ¿estás bien?” como diez veces seguidas. Y yo del otro lado, cagado de risa en ambos sentidos, metafórica y literalmente, no le podía siquiera responder.


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